martes, 28 de abril de 2020

Diario de una cuarentena. Día 46

Hoy he tenido un mal día. Pero no malo de esos que te pasan mil cosas, malo interno, de estar yo que no me aguanto a mí misma.
Me desperté algo antes de que sonase el despertador, cosa que me fastidia mucho. Pero después me costó salir de la cama cuando sonó. 
Mis hijos, los dos, se despertaron demasiado pronto, cuando yo ya estaba duchada y vestida, pero no desayunada = zona de peligro. Creo que debería poner un cartel en la cocina de "no molestar a mamá si aun no ha tomado café" y ya de paso otro cartel con el menú del día porque me quema mucho el incesante "¿qué comemos? ¿qué cenamos?".
Pero bueno, al menos pensé que así empezarían antes las clases y me vendría bien, porque yo tenía que irme al súper en cuanto pudiese. 
Con mi hija empecé bien porque además tenía matemáticas y las profes les hicieron una especie de videojuego en el que va pasando etapas resolviendo cuentas y problemas. Genial. Después hizo otra asignatura en el ordenador y ya sólo quedaban asignaturas en las que tenía que hacer fichas, con lo cual yo podía irme. Mi hijo sin embargo, estaba algo atrancado en mates y yo oía cómo mi marido le explicaba algo de fracciones equivalentes.
Así que en cuanto pude, me preparé para ir a la compra. Los mismos rituales de siempre de lentillas para no empañar las gafas con la mascarilla, pelo recogido, moneda para el carro. Conduzco hasta allí y al llegar no hay cola. Voy a entrar, la puerta no abre y veo que una señora también venía y se ríe porque coincidió que yo llegué antes. Mientras esperamos a que nos abran nos reímos y comentamos algo. Es agradable que la gente no pierda eso, ni la risa ni la costumbre de hablarte. A mí que me gusta sonreír a la gente a la que hablo, me pregunto si se nota cuando voy con mascarilla. 
Haciendo la compra pienso que voy a acabar antes que otras veces y que llevo menos cosas, pero creo que al final el carro está más lleno. No he tenido que hacer cola al llegar, ni en la pescadería, ni en la frutería, ni en las cajas y sin embargo estoy un poquito sobrepasada y hasta siento que necesito aire. Pensé en casa si dejarlo para el martes, o mandar a mi marido... pero al final creo que es peor cualquier arreglo que sacármelo de encima y vengo. En la caja empiezo a pensar que es un error. Salgo por fin al coche, abro el maletero y me pongo a pasar las cosas del carro a meterlas en las bolsas del coche. Lo hago así porque dentro, al tardar en embolsar, estoy haciendo que la gente espere más fuera en la cola. Pero claro, hoy no he tenido en cuenta que podía ponerse a llover... y se pone a llover. Y hay viento. Y yo llenando bolsas, que parece que no me llegaban y el carro no se vaciaba nunca. Y venga a pasar y pasar cosas y cada vez llueve más y no se acaba nunca. Me quito un guante porque me resbalaba. Y yo pensando encima que cualquiera que se pudiese a acercar a echarme una mano pensaría "mira esta con sus lubinas y su vino como se agobia y seguro que no tiene problemas de verdad". Y claro, es que es cierto que voy, que compro todo lo que quiero y sin mirar precios... pero estoy que no puedo más y al final, veo las tabletas de chocolate empapadas y ya las echo al maletero de cualquier forma, que total en mi casa el chocolate se come hasta hecho añicos. Me voy a devolver pacíficamente el carro cuando me gustaría haberlo estrellado contra la puerta de cristal y de vuelta, al sentarme en el coche me echo a llorar. Me siento estúpida porque no sé muy bien el motivo pero no puedo más. Fue como un día que estaba embarazada, que rayé un poquito el coche y me pillé una llorera estupenda. Es ese estado, casi el mismo, el de estoy bien, todo va bien, no me pasa nada, pero una mierdecilla me desestabiliza. Es esta incertidumbre y este malabarismo diario que me vuelve loca a ratos. 
En fin, me voy a casa. Al descargar las bolsas junto al ascensor me temo que se me van a romper y se llenará todo del aceite de los tarros de atún. No pasa, pero mi ánimo está como si me hubiese pasado.
Al entrar en casa le digo a mi hijo un "ahora no vengas aquí" tan serio que en vez de la compra, parece que estoy metiendo en la cocina uranio.
Algo en mi tono de voz le debe indicar a mi marido también que hay radiactividad, no en la compra sino en mí, porque empieza a sacar todo y poco a poco va secando lo que puede. Las tabletas de chocolate las dejamos que se sequen más antes de guardarlas. Menos mal que tienen ese papel de aluminio por dentro, están hechas una pena.
Cuando todo pasa y ya me he quitado la ropa mojada, los zapatos y me he lavado bien, voy a ver unas dudas de mi hijo. Ya estoy zen. También me paro con mi hija, que quiere enseñarme qué bien hizo las fichas y además no entiende un ejercicio.
Vuelvo a la cocina. Me relajo. Me siento. Respiro. Me tomo dos mandarinas de las que acabo de comprar. Y de pronto, como si saliese de un sueño, recuerdo que relativamente pronto comeremos y que por tanto tengo que hacer la comida. Creo que el primer día que vaya a un restaurante, aplaudiré a los camareros cuando me traigan la comida.
Con la proximidad de la comida se suceden los "¿qué comemos?" cuando van desfilando al baño a lavarse las manos. Definitivamente tengo que colgar el menú en la puerta. Porque además a veces repiten la pregunta, de ida y de vuelta.
Mi hijo tarda en venir porque le he dicho que si no acaba lo de las clases no pasea por la tarde.
Pero por la tarde quiero pasear en cuanto acabemos de comer y no pienso dejar a ninguno de los dos en casa. Sé que me pierdo la siesta pero a veces, si cambio dormir por algo de ejercicio, también tiene ese efecto de venirme arriba. Hoy el planteamiento será distinto, no iremos al parque porque la hierba está alta y al haber llovido, se mojarían mucho. Así que vamos a pasear. Les digo que vamos a explorar los límites de "nuestro territorio", caminaremos hasta el límite de nuestro kilómetro y después hasta otro límite. Por el camino paramos en el piso en el que yo vivía sola, en un olivo muy grande donde solía pasear el perro, en la guardería a la que fue mi hija el último año y en la guardería a la que fueron los dos. Mi hijo propuso también pasar por la estación de tren, pero ya no nos daba tiempo. Lo dejamos para otro día de paseo. Al llegar a casa justo se puso a llover, menuda suerte. 
Cuando entramos en casa me sentía agotada y hasta me dolían las piernas. Así que creo que me va a venir bien esta salida de los niños. Es evidente que no me estaba moviendo mucho. Los niños se ponen a jugar tranquilamente y yo organizo cosas, tanto de casa como de trabajo hasta la hora de la merienda. Mi marido sale de la habitación para avisar de que tiene vídeo llamada y que no entremos hasta nuevo aviso. Y en cuanto se va, mi hija se pone a hacer ruido, a gritar... y mi hijo a picarla, a hacerla rabiar. Yo no doy crédito a la reacción y les digo si no han oído que se tienen que callar, pero todo es inútil, van a más y claro, acabo separándolos. Mi hija, desconsolada como si la estuviesen matando, llora y grita más. Me imagino a mi marido en su vídeo llamada flipando y lo único que hago es cerrar todas las puertas que puedo entre él y mi hija.
Yo me pongo a trabajar con la niña sirena de fondo hasta que mi hijo "pide permiso" para calmarla. Se calma, pero sigue insufrible. Así que después de aplaudir, cuando su padre me dice que cuándo la baña, le digo que "YA". 
Yo me tomo el tramo que va de los baños a las cenas como minutos musicales y me pongo unas canciones de las que me gustan mucho mucho. Descubro alguna cosa chula y repito canciones que me he puesto hasta la saciedad pero que siempre me motivan. Bien. En el lote de vídeos que me pongo se me cuela uno de Ana Milán que me hace reír mucho, soy muy fan. Y pienso que así a lo tonto, me he arreglado la tarde.
A mi hija intento esquivarla un poco porque no estoy para aguantarla pero a mi hijo lo acompaño en la cena y precisamente me pregunta que cuándo fue la última vez que lloré. No se lo cuento, le digo que no me acuerdo exactamente. No me apetece. Hay días que le explico que los adultos también lloramos y me encanta hablarlo con él porque es sensible y entiende muy bien las cosas... pero hoy no. Y no me apetece nada ademas transmitirle la angustia... creo que la pena se entiende mejor, o el dolor... pero no, hoy no, hoy paso del tema y del taller emocional. Que si no se puede intentar ser superwoman todo el tiempo, hoy menos que nunca. Hablamos igual, pero de otras cosas.
Y nosotros, mi marido y yo, conseguimos cenar a una hora muy razonable así que al acabar me pregunta si ya me voy a ir a escribir o tengo unos minutos. Aunque sólo sea por curiosidad, tengo unos minutos. Y me pone un monólogo de una tía que descubrimos hace poco y me hace mucha gracia. 
Qué bien sienta reírse y además, cuanto más pirada sea la monologuista, más me gusta. Esta está de atar.
Así que acabo escribiendo a una buena hora, con el cuerpo medio dolorido (mañana tendré agujetas ¿?) pero de una pieza. Sólo quedan tres días de clase, no está mal para ser lunes.

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