lunes, 15 de junio de 2020

Diario de una cuarentena. Día 94 y final.

Mañana Galicia será la única comunidad española que entre en la "nueva normalidad", ese nombre que suena a secta o a urbanización de frikis. Así que ya tengo mi final, la fecha que yo quería saber, mi día en que el confinamiento finaliza de forma oficial y pasaremos a... no se sabe bien.
Y pasa ahora como cuando vuelves de vacaciones, que te sientas en tu puesto de trabajo y parece que no te has ido. Ahora parece que el confinamiento es tan solo un recuerdo de algo breve, de un bache, cuando han sido tres meses completos. Que me dicen a mí cuando anunciaron los quince días que iban a ser tres meses y vamos, me tiro por la ventana y eso que vivo en un segundo y sería una estupidez. Menos mal que nos lo fueron dosificando, a veces los políticos aciertan.
Y ahora parece que no ha pasado, que no nos hemos agobiado, que no hemos tenido miedo, que no hemos reído y llorado, que sólo hemos estado en casa. Y es que hasta he olvidado cosas, como si hiciese años del confinamiento o como si nunca hubiera pasado. 
Yo, personalmente, creo que he vivido peor la desescalada, yéndome de la fase en la que estábamos a una anterior y volviendo de nuevo según tuviese el día y sintiéndome como si me quedase sola encerrada mientras el mundo corría alejándose de mí. Ha sido en la desescalada donde he tenido más miedo que nunca y casi he deseado que nos encerrasen otra vez. Pero es que en cierta manera es normal, porque llegó un punto en el que al menos el confinamiento era lo conocido, lo seguro, ya era nuestra zona de confort y salir de nuevo al mundo real parecía como asomarse al abismo.
Pero llegó un día en que decidimos que había que avanzar y nos fuimos a comer a la finca de los abuelos. El tiempo era buenísimo y nietos y abuelos no podían estar más felices de reencontrarse por fin, aunque fuese a más distancia de la que les gustaría y con mascarilla. Comimos, corrieron, jugamos y disfrutamos del sol y del aire libre. Como hacía tanto calor y aun no estaba instalada la piscina, en un momento dado mi marido cogió la manguera y se puso a mojar a los niños. Tengo grabada la imagen de mis hijos corriendo bajo el chorro de agua, riendo y gritando sin parar; grabada en mi cabeza, que si la hubiese grabado con el teléfono me la habría perdido. Era imposible mirarlos y no contagiarse de sus risas y su felicidad. Y en ese momento lo supe, supe que así debíamos afrontar esa fase y lo que viniese, como niños, disfrutando el momento, el aquí y ahora y sin miedo a lo que está por venir. Porque no se puede vivir con miedo. El miedo nos inmoviliza, nos ahoga y en definitiva, no nos deja vivir. Y creo que estamos siendo prudentes, que estamos tomando las medidas que están a nuestro alcance para protegernos pero tenemos que seguir viviendo, no queda otra. Del mismo modo que sabemos que un coche nos puede atropellar en la calle, pero no por eso dejamos de salir y simplemente miramos a ambos lados antes de cruzar; igual que sabemos que un avión se puede caer pero no por eso nos quedamos sin hacer ese viaje que nos apetece...creo que debemos actuar igual con el coronavirus, tenemos que tenerlo presente, ser prudentes, pero seguir viviendo. Y que conste que lo digo para convencerme a mi misma en primer lugar, porque cuesta superar el miedo, sobre todo cuando el miedo es a algo todavía tan desconocido. Y además cuesta cuando aun estamos cargando con las secuelas de todo esto, aun trabajando con los niños en casa (y lo que nos queda) y en mi caso, arrastrando esta última semana de desescalada (aunque fuese en fase 3) un cansancio inmenso. Creo que era un cansancio más mental que físico, que me impedía quedarme dormida de inmediato por las noches pero me tenía dormida todo el día. Un cansancio que me tuvo hasta cabreada, seria, melancólica...pero menos mal que cogimos por los cuernos la fase 3 y, esta vez sí, nos subimos al carro de la desescalada para hacer lo que personalmente a mí más me aportaba de esta fase, poder ir por fin a Pontevedra. Así que ayer fuimos y pude estar por fin con una de mis hermanas. Y eso sí que me cambió el día, la semana y la vida. Porque hoy estoy eufórica, he tenido fuerzas hasta para cambiar toda la ropa del armario de mi hija y ya me he puesto en modo fin de curso, que es lo que toca esta semana. Porque vernos por fin (aunque no nos hayamos podido juntar las tres) ha sido como celebrar que hemos sobrevivido una vez más y que en la vida realmente da igual lo que nos pase, siempre que al final podamos seguir teniéndonos unas a otras y disfrutando de una comida juntas. 
Cuando casi nos íbamos a ir de casa de mi hermana, estaba atardeciendo, miré hacia la ventana y recordé las puestas de sol en casa de mi madre, con unas vistas muy parecidas, también con la isla de Tambo al fondo. Pensé que seguro que ella se alegraba de que estuviésemos juntas y bien al final de todo esto. Al llegar a Coruña el cielo teñido de rojos, naranjas y rosas que nos recibió a la vuelta me hizo pensar en ella de nuevo y sentí que todo va a salir bien. Sólo hay que seguir viviendo y vivir sin miedo.