martes, 7 de abril de 2020

Diario de una cuarentena. Día 25

El día que el presidente de la Xunta dijo que se cancelaban las clases, me aterraba la idea de pasar 15 días con los niños encerrados en casa. Hoy es el día 25 de su encierro y me da pena pensar en que vuelvan al cole.
Y es que hoy precisamente mi hija me ha dicho que le gusta el cole en casa porque hacemos cosas divertidas. Me encantaría que por esta experiencia el sistema educativo cambiase. Que se empezase a confiar más en los niños, en su capacidad de responsabilizarse de su propia enseñanza (dentro de unos límites); que se perdiese el miedo a enseñar jugando y sobre todo, que se eliminasen de una vez los deberes. Porque si algo bueno tiene el cole en casa es que es finito, empieza y acaba, dura unas horas y después todo es tiempo libre. Y los fines de semana son para descansar de verdad y las vacaciones para desconectar del todo. Y nuestros niños no se van a morir por eso y desde luego no van a ser ni más tontos ni más listos, pero nuestra calidad de vida, la de toda la familia, es mejor.
Y después del mitin, empiezo por el principio. Hoy era día laborable para los adultos y de vacaciones para los niños. Pero al salir de la ducha mi hijo estaba en la cocina desayunando con mi marido. Si ya me cuesta coincidir con mi marido en el desayuno, con mi hijo es peor, porque habla más. Y reconozco que soy yo, que recién levantada y antes de tomar café, no conozco. Los veía a los dos ahí sentados y no pensaba "mi marido y mi hijo", en ese momento eran "el niño ese" y "el tío este que está sentado en mi sitio". Por suerte, cuando me dejan mi espacio y mi tiempo, se me pasa y ya parezco una persona normal.
Lo que tenía en la cabeza por la mañana era aprovechar el tiempo de trabajo e ir a la compra. Lo del trabajo no fue tan bien como yo había programado, aunque sí es cierto que estaba bastante más centrada que cuando tienen cole. Pero desde que se despertó mi hija ya fue imposible volver a conectar porque estaba petarda, mimosa y encima me dijo cuando acabó de desayunar que quería jugar conmigo. Y yo, claro, le explico que no, que tengo que trabajar y que jugaremos por la tarde, pero está claro que hoy no tiene un buen día y me pone mala cara.
Lo de tener que ir al súper, una vez más, me inquieta. Me siento como en una película de zombies y nunca me han gustado ese tipo de películas. Reviso la lista de cosas que he ido apuntando por la semana y me concentro como si nos fuese la vida en ello. Pretendo buscar la cantidad exacta de cosas que nos permita sobrevivir una semana pero que nos quepan en la nevera. Y cada vez me agobia más la posibilidad de contagio, así que elijo una ropa que a la vuelta echaré a lavar, cazadora incluida. La novedad de hoy es que tenemos mascarillas y me llevo una. Encima los niños están insufribles, no se aguantan el uno al otro y no me gusta dejarlos así cuando mi marido tiene que trabajar.
Una vez que aparco junto al súper, me pongo la mascarilla y compruebo que es más incómoda de lo que pensaba. Si la subo no me deja ver bien y si la bajo me duele la nariz (me molesta la presión desde que tuve el accidente de coche). Finalmente la dejo en la posición más baja porque me agobia menos. Hay bastante cola, tengo siete personas delante, así que toca esperar. Al menos hoy he venido antes y no me importa tanto retrasarme. Aparece un señor mayor y en lugar de colocarse detrás de mí se coloca a mi lado y se adelanta un poco. No sé si está despistado o se quiere colar pero no se está quieto y me incomoda que esté demasiado cerca de mí. Ahora encima tose y me da la risa porque la situación ya me parece un poco surrealista. La cola avanza más rápido de lo esperado y el viejo acaba distanciándose y guardando su posición en la cola. Cuando por fin entro busco entre las primeras cosas un tinte del pelo. En principio me parece una chorrada en una situación así, pero sé que cuando las canas avanzan me veo horrorosa y vieja y aunque no paso mucho delante del espejo, no es la imagen que más me anima del mundo. Tampoco me paro demasiado eligiendo el tinte, si me queda mal, nadie se va a dar cuenta...
Estas compras semanales duran bastante y en un momento dado noto que pierdo la noción del tiempo o más bien del momento. Estoy tan centrada en la compra que me he abstraído del mundo y ya no me acuerdo del confinamiento, del trabajo, de los niños que estarán en casa liándola...
Después de la cola para las cajas me toca a mí y voy metiendo todo de nuevo en el carro sin bolsas ni nada. Decido que mejor embolso con calma en el coche y así al menos cedo mi sitio a otra persona que pueda entrar.
La mascarilla ya me molesta mucho, me duele la nariz al tocarla. Cuando acabo todo y tiro los guantes, me retiro la mascarilla ya dentro del coche. La piel me escuece un poco y me duele la cara. Pienso de inmediato en la gente que tiene que trabajar así horas, en la chica de aquel vídeo que lloraba con la cara enrojecida al salir de trabajar, en mi hermana, que dice que le agota el traje que la protege...qué duro tiene que ser esto para tanta y tanta gente. Porque para mí el agobio dura lo que dura la compra y al llegar a casa y colocar todo en la nevera y las estanterías me siento feliz contemplando la imagen de abundancia; y me siento segura sabiendo que en una semana no me muevo de aquí. 
Ahora ya vuelvo a mi vida de rutina de confinamiento: hago la comida, contesto varias veces al "¿qué comemos?", comemos, me entra el sueño... 
Definitivamente vamos a dejar de usar la cafetera Nespresso, que cada día tiene un achaque nuevo. Cuando esto acabe ya veremos si compramos otra. Parece que se van estropeando más cosas de lo normal. También se caen más dientes de lo normal.
Mi hija me repite lo de "¿estás libre?" para saber si ahora jugaré con ella y de nuevo me siento mal por decirle que no, pero es que me muero de sueño. Lo de la pequeña siesta en el sofá también se está convirtiendo en una tradición de la cuarentena.
Cuando me despierto les dejo merendar en el salón. Tienen un día especialmente malo, peleando y discutiendo por todo, pero precisamente por eso, creo que será mejor dejarlos tranquilos viendo la tele ahora que están mansos y les llevo las bandejas. Yo también me tomo un café y me pongo a trabajar en algo compatible con el ruido que hacen. En medio de todo se me ocurre una propuesta de trabajo para el lunes después de Semana Santa, cuando se supone que retomaremos el trabajo en campo. Se la envío a mi jefa y me dice que perfecto, que la envíe al ayuntamiento. A ver si a ellos también les parece bien y aprovechamos esta situación extraña para mejorar algo los jardines. Me gusta imaginar que cuando la gente vuelva a disfrutarlos les gustará que estén bonitos, pero lo cierto es que alguna gente aun no ha dejado de hacerlo, porque leo en la web del ayuntamiento que por las denuncias de la policía de estos días se ven obligados a recordar que los parques siguen cerrados y que no se puede pasear ni hacer deporte en ellos. Yo no sé en qué planeta vive alguna gente...
El momento de aplaudir sigue como el resto del día, un poco conflictivo, hasta el punto de tener que echar a mi hija para que se calme y no acaben los dos mal. Me imagino a los vecinos de enfrente viendo nuestra escena como una película de cine mudo.
Sigo trabajando un poco más, me siento en racha. 
Pero ya pienso en las cenas y en mañana que tengo que hacer una cochelate y prefiero ponerme con el primer plato de la comida y así mañana por la mañana me centraré más en trabajar. O en los niños. Supongo que será en las dos cosas, no se puede teletrabajar con niños.
Ahora me duele la garganta y pienso de dónde habré cogido yo lo que sea que tengo, si no salgo de casa.
Mejor me voy a ver un rato la tele con mi marido, que hay días que parece que no nos vemos.

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