martes, 12 de mayo de 2020

Diario de una cuarentena. Día 60

Hay días en que las cosas son fáciles, todo encaja y la vida simplemente fluye. Hoy ha sido uno de esos días. Desde el primer momento, desde primera hora, ha sido uno de esos días. Al levantarme la primera y caminar por el pasillo muerta de sueño, ya noté esa luz que tienen los días buenos. En la cocina, al no haber ropa tendida, el sol se hacía notar como si en realidad fuese más tarde de lo que era. Y me llamó mi hija, por un momento pensé que se levantaría antes de su hora, pero no, tenía una pesadilla y siguió durmiendo.
Cuando estaba desayunando llegó mi hijo, pero tenía una actitud tan opuesta a la de ayer, que podría decir que hasta era de otro color. Entró y salió varias veces, como hace siempre, pero en un momento se paró junto a mí para informarme, casi hasta poniéndose solemne, de que iba a hacer las cosas bien e iba a comenzar las clases a las nueve y media. Le expliqué que no tenía prisa y que no tenía necesidad de marcarse una hora, que lo que yo les pedía es que no perdiesen el tiempo en hacer nada... pero él ya tenía ese objetivo marcado y lo cumplió.
Cuando mi hija se despertó, mi hijo ya estaba haciendo su segunda asignatura. Y además, al comenzar tan pronto, pude permitirme estar a su lado y comprobar con él el trabajo que tenía para todo el día, como hacíamos los primeros días. Y todo el tiempo su actitud fue impecable, porque cuando mi hijo se propone hacer las cosas bien, se supera.
Su hermana, sin embargo, se levantó en la línea de los últimos tiempos, llamando la atención con chorraditas y tomándose muuuuucho tiempo para cada cosa. Como yo cuando la veo sentada en el suelo tardando un tiempo infinito en ponerse el primer calcetín de huellas, siento que mi vida se está yendo lentamente por un desagüe, la ignoro y me pongo a hacerle el desayuno. Y al tiempo eterno para calzarse, sigue el tiempo eterno para hacer pis, el tiempo eterno para venir a desayunar.... total, que empiezo a prepararme para ir a hacer la compra sin importarme cómo va mi hija. 
Encima echo un vistazo a lo que tiene que hacer hoy y en todas las asignaturas hay algo que ver o hacer en el ordenador, así que no es muy compatible con el trabajo de mi marido. Me da igual, sus estudios de una mañana no la van a marcar para siempre y a mí llegar al súper y hacer la compra bien sí que me aporta bastante. 
Encima mi marido no para de hablar por teléfono y no puedo ni decirle que me voy.
Finalmente lo consigo, hablo brevemente con mi marido y le anuncio que me voy y que no se preocupe por mi hija, que con que haga el dibujo de las letras galegas, llega.
En la compra todo va bien, mejor que otras veces. De nuevo el saber que mi marido vendrá esta semana a completar lo que yo coja, me relaja. Ya no es todo a vida o muerte, ya no toda nuestra vida esta semana depende de mí. Estamos en fase 1, digo yo que podré ir a una tienda un día si me faltan yogures. Y además en la frutería me tiro en plancha a la fruta de verano y eso es una alegría. Al llegar a casa enseño las cerezas y mis hijos me abrazan como si nos hubiese tocado la lotería. Pero es que además he cogido peladillos, nísperos y fresas. Cuando toda la compra está guardada, mis hijos no se pueden resistir y probamos las cerezas y los nísperos. Mi hijo con sonrisa de oreja a oreja me dice lo mucho que le gusta la fruta de verano. Comparto la sensación. Antes de devolver las cerezas a la nevera las miro y digo en voz alta lo bonitas que son. El día que las cerezas llegan a casa por primera vez es como un anticipo del verano, un anuncio del final de curso y de todas las cosas que nos gustan de las vacaciones y de la vida en general. Y es que hasta en esta situación, la alegría puede con todo, porque incluso un verano raro o incierto es mejor que cualquier primavera. Yo vivo para el verano, siempre lo he sentido así (nacida en agosto) pero es que además es cuando mis hijos crecen más y me siento mejor. 
Así que ya con la fruta en la nevera y todas las estanterías repletas, tuvimos una comida de las de antes, de las de principios de cuarentena. 
Y tenía dudas con la bajada a la calle de los niños porque hacía bastante calor y no sabía si salir justo después de comer. Pero hasta eso nos salió bien porque se nubló un poco y soplaba viento así que nos animamos a salir por si finalmente le daba por llover. En el parque de nuevo me lo pasé genial con mis hijos. Mi hija siempre se desconecta algo en algún momento y se pone a pasear sola, a coger flores o, como hoy, a buscar una hormiga que había visto ayer en un agujero. Después encontramos la forma de que participase en el juego del frisbie corriendo alrededor de unos árboles y pasando por donde estaba yo cuando acababa. Parece increíble pero con la tontería de bajar al parque estoy haciendo ejercicio y de noche tengo agujetas. Mi marido no me cree.
De vuelta en casa, como siempre, luces y sombras: momentos muy tranquilos y divertidos merendando y viendo la tele que me permiten a mí ponerme a trabajar, pero que de repente se tuercen con mi hija de berrinche y a grito pelado (cuando su padre habla por teléfono, claro). De nuevo mi hijo me salva el día tranquilizándola con ese don que sólo tiene él.
Y así es como llego al final del día cansada pero con el cansancio que da el hacer cosas y no el desesperarte por las cosas. Los momentos de buenas noches y besos sirven para reconciliarme con mi hija y jurarnos amor eterno y para decirle a mi hijo lo contenta y agradecida que estoy por el buenísimo día que ha tenido. Orgulloso y encantado se deja achuchar como el niño que es, por mucho que presuma de mayor y responsable.
Y yo me quedo al finalizar el día pensando que cómo se hace esto, esto de que salga solo un día tan bueno, para poder reproducirlo un día que amanezca cruzado. Pero nunca funciona, así que sólo queda disfrutar el hoy, que mañana no se sabe qué día será.
Como diría mi madre al irse a dormir, apagad las luces cuando os vayáis a la cama.

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