Hemos vendido el piso de mi madre y ahora me pregunto si las nuevas propietarias saben realmente lo que han comprado. Y no, no me refiero a que el piso tenga más de 40 años y pueda venir con “sorpresas”. Me refiero a que no sé si ellas saben cuántas bandejas de macarrones con chorizo se han preparado en esa cocina, cuántas siestas nos hemos echado en el sofá del salón o cuántos globos caben en la entrada una noche de Reyes.
No saben lo que hemos reído en esa casa, lo que hemos llorado, las veces que hemos leído el cuento de la rana, el pato y la hormiga, lo que hemos corrido detrás de una pelota, de un hermano, de un sobrino… lo que habrá rezado mi madre por cada uno de nosotros…
Seguro que al mirar las jardineras destartaladas no imaginarán todo lo que plantamos ahí, las jarras y jarras de agua que echábamos en verano, ni que tuvimos nuestra pequeña cosecha de fresas.
Supongo que al retirar los muebles encontrarán arena, de tantos días de playa y tanta toalla sacudida. Y quizá por mucho que pinten las paredes, siempre quedará la huella de un cuadro o la de los posters de mi hermano en su habitación. Alguna vez en la cocina les olerá a filetes empanados y menestra, aunque no lo hayan cocinado. Y cuando descubran los increíbles atardeceres que se ven desde el salón, una voz en algún sitio dirá “¡Coché, mira qué cielo más bonito!”.
Sé que van a hacer una reforma integral y ningún rincón quedará como era, pero da igual. En mi cabeza siempre podré hacer girar mi llave en la puerta de la cocina y, al avanzar un poquito, veré a mi madre sentada frente a la tele; se girará sonriente y me dirá “hola, hija, ya has llegado”.